Por Fabian H. Chavez.
Increíblemente, en menos de 48 horas toda la tribu Mong Wuo se encaminaba al galope hacia lo desconocido. Una decena de miles de nómadas, entre mujeres, niños y fieros guerreros, siguiendo obedientes los dictados del Consejo de Ancianos, abandonaba el territorio que, por la fuerza de las circunstancias se había convertido en su hogar por los últimos años. Tras no pocas protestas de aquellos que planteaban una lucha suicida contra Ontor, el grueso de la tribu, de los “pura sangre”, descendientes directos de los “Príncipes de las Estrellas”, (como contaba la leyenda ancestral), con sus pertenencias a cuestas, atravesaba veloz fértiles valles, lúgubres desiertos y escarpadas montañas sin saber exactamente hacia donde les llevarían sus pasos. Sólo unos pocos de los dirigentes encargados tenían alguna idea.
En un lapso de tiempo inverosímil, alcanzaron la cordillera de los Himalayas y tras sortear una intrincada red de oscuros túneles, que atravesaba extraños ríos y lagos subterráneos, se encontraron ante una inexpugnable y oscura pared de piedra. A la luz de las antorchas acamparon al frente de aquella inmensa pared que a la luz de las teas, parecía arrojar ocasionales destellos azules.
Tras un largo descanso, la tribu entera sentada según indicaciones de los dirigentes, con la mirada fija en la pared, repetía una larga serie de cánticos entonados por un par de ancianos depositarios de sabiduría ancestral. Pasaban las horas y los disciplinados nómadas no mostraban señal de cansancio, arreciando los coros que retumban en aquellos socavones. Nadie pudo decir cuanto tiempo transcurrió, ni cuantas personas cayeron desmayadas por el físico cansancio antes que empezaran a observarse con nitidez figuras de luz dibujándose en la roca viva. Una danza de colores y sonidos se reflejaban en lo que se había convertido en una pantalla gigantesca que iluminaba sus rostros. Pronto empezaron a dibujarse extraños caracteres que se sucedían con increíble rapidez y sólo un par de privilegiados, iniciados en los secretos de la tribu pudieron entender aquél mensaje. Al final sólo permaneció un gigantesco aviso que sí pudo ser leído por todos los presentes:
“La necesidad de sus hijos y los hijos de sus hijos, siempre abrirá las puertas de Shamballah”
Al instante, con un estridente ruido, la roca se dividió en dos. Los Ancianos Mong Wuo pudieron divisar un pequeño punto de luz al final del recién creado pasadizo. Temblando de emoción Evgueni, el líder, dispuso el orden de entrada: Primero los ancianos, los niños, las mujeres y los pastores... de último: los guerreros.
EN EL VALLE DE LOS ANTEPASADOS.
El clima perennemente cálido, abundante agua (de hecho, en el valle sobresalían dos cristalinos arroyos que desembocaban en el lago central bautizado un tiempo después como “Hertico”. Uno de los ríos de agua caliente y colores azulados y el otro de agua fría y densa con tonalidades color sepia).
Ganado de todo tipo, el suelo fértil de vegetación poblada, aves de todos los colores, en fin, aquello era verdaderamente el paraíso para los atribulados Mongoles, acostumbrados a la continua lucha con la naturaleza y a obtener todo con el máximo esfuerzo, hasta el alimento mas magro... La vida discurría plácida … demasiado plácida para el espíritu aventurero y guerrero de los Mongoles.
Pronto Evgueni y el Consejo de Ancianos designaron a Timur (el hermano menor de Ontor y Hertico) como el regente de la tribu y su primera misión consistió en establecer durísimas jornadas de adoctrinamiento en el arte y tácticas de combate. Con tiempo de sobra y sin la necesidad de obtener el sustento diario, los jóvenes de la tribu desde tempranas horas del día se dedicaban en exclusiva a extensos ejercicios, charlas y en general al entrenamiento mas riguroso en el arte de la guerra.
Las inmensas montañas que rodeaban el enigmático valle fueron testigos presenciales del encomio, disciplina y entusiasmo con que los jóvenes de la tribu atendían las instrucciones de los curtidos guerreros de la antigua guardia personal de Hertico. Al caer la noche, los Ancianos realizaban extensas charlas sobre astronomía, historia y ciencias ocultas, aprendidas de generación en generación y que hasta aquél momento sólo estaban destinadas a un puñado de elegidos
De esta forma los mongoles aprendieron y aceptaron su rica y propia cosmogonía según la cual ellos eran hijos de los dioses y por tanto el único culto que aceptarían jamás, sería el culto a sus propios antepasados: Sus padres, sus Dioses.
Fabian Hernando Chavez Ortiz
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